Recuerdo perfectamente la primera vez que me topé con esta obra, en el escaparate de la tienda, cuando salió editada por vez primera. Me picó la curiosidad, y aquella vez no se vino a casa bajo el brazo, supongo que porque no había “panoja” suficiente en el monedero aquel día. Y es un cómic que desde entonces ha ido entrando y saliendo de mis pensamientos de forma recurrente; concretamente del apartado mental de “Obras que tengo pendientes para echar el guante antes o después”. Y en esas seguía yo, hasta ahora, con motivo de la acertada reedición por su décimo aniversario.

Esta es la mía. Mucho he tardado.

Lo primero que llama la atención del planteamiento narrativo de ‘Las serpientes ciegas’, es su originalidad. Para llevar a cabo esta historia, los autores se marcan una cabriola de equilibrista, y se desmarcan de la pretensión de desarrollar algo de género bélico al uso. De hecho, no nos encontramos frente a un cómic bélico, directamente, aunque gran parte de la obra circule por ese terreno pantanoso.

La propuesta más bien es la de un cómic de auténtico género “noir”, que evoca de inicio a las historias clásicas policiacas o detectivescas de manual, y en la que se nos va llevando desde la Nueva York de la Gran Depresión, a los derroteros bélicos de la Barcelona de los idealismos y luchas intestinas de la Guerra Civil española.

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El guionista Felipe Hernández Cava y el dibujante Bartolomé Seguí, eran dos autores que ya habían coincidido trabajando bajo el mismo abrigo con anterioridad, y que con esta obra abrazarían el reto, desde su peculiar punto de vista, de narrar los múltiples aspectos colaterales e inherentes a la sociedad española de la época de nuestra Guerra Civil.

Especificar que se trataría de la sociedad baja, anónima e idealista, y desde el punto de vista principalmente del bando republicano. Un tema este, que llevaba siendo una espina recurrente que Felipe Hernández Cava llevaba clavada en su interior desde hacía tiempo y al que quería darle salida.

La obra arranca en las azoteas de una estival y flamígera Manhattan. Oteando la ciudad, se nos presenta un misterioso y elegante personaje de traje y sombrero llamativamente rojos, al que tardamos en descubrir su rostro, que nos explica que ha llegado allí con una misión que cumplir: dar con el paradero de un hombre que ha quebrado un pacto y hacerle pagar el precio de lo que eso conlleva.

Este misterioso personaje inicial anda a la búsqueda de otro personaje, al que nos presentan como un tal Ben Koch, que se perfilará como el principal protagonista de esta historia, el cual está a su vez inmerso en la búsqueda de otra tercera persona, movido por un objetivo muy concreto: ejecutar una venganza.

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Con esta premisa, la historia se vertebra en torno a dos ejes principales: un primer eje localizado en la Nueva York de 1939, y un segundo eje, que nos llevará por medio de flashbacks que servirán para trenzar y desarrollar los contextos que mueven las tramas de estos dos últimos personajes, por la España del 36 y el 37, y más concretamente a la ciudad de Barcelona y a la famosa y trágica batalla del Ebro.

A lo largo de las páginas vamos atendiendo al desarrollo de estos dos últimos personajes.
Vemos cómo pasan, por un lado, el de Koch, por diferentes fases, desde una primera e incipiente ingenuidad, hasta la amargura y la rudeza del que ha llegado a una certera comprensión de cómo es realmente el mundo que le rodea.

Por otro lado, el otro personaje, el más complejo de los tres, es directamente su polo opuesto. Pragmático, carismático, flemático, astuto e implacable, es el ejemplo perfecto de persona embrutecida por los fanatismos y las ideas llevadas al extremo bajo el telón de un aparente trasfondo ideológico.

Con el paso de los episodios, ambos personajes irán moviéndose y encontrándose a través de distintas etapas y en diferentes escenarios, e iremos viendo cómo va transformándose su relación, en función de contextos y circunstancias, hasta una situación muy concreta en un momento determinado, la cual desemboca en la espoleta detonante y generadora del motor motivacional que da sentido a toda la obra.

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Respecto al resto del elenco de personajes secundarios, es en ellos donde se ve realmente reflejado ese aspecto social de cómo afecta el entorno de las ideas llevadas a niveles extremos, y cómo afectan al ánimo y a la vida misma de las personas normales y corrientes.

Asistimos aquí a cómo la gente normal, de la calle, vive y sufre las consecuencias de decisiones en las que se encuentran inmersos y que les sobrepasan, dando igual si han tomado mayor o menor partido de ellas: un viejo hostelero, una ama de casa, esposa y madre, unos jóvenes luchadores idealistas o un brigadista guerrillero por circunstancias. Todos sufren un destino marcado y sellado que va más allá, como siempre pasa, de lo que ellos mismos pueden controlar, y que les termina pasando, inevitablemente, por encima. Los bloques. Los antagonismos. La guerra y sus circunstancias, vamos. Lo de siempre.

Por destacar otros aspectos, quisiera añadir que me han sorprendido muy gratamente varios aciertos que considero muy destacables de esta obra.

El primero, el inteligente y certero uso del color, totalmente volcado al servicio narrativo y de ambientación, destacando por encima de los demás, el uso que se hace del color rojo.

Presente a lo largo de toda la obra, todo el cómic está salpicado constantemente por infinidad de detalles envueltos en rojo. Hasta tal punto, que de hecho podemos apreciar elementos rojos en todas y cada una de las páginas que componen este cómic.

Su uso se nos presenta de una manera tanto literal como simbólica. Desde el enorme contraste que evoca el traje del misterioso personaje inicial (del que no puede uno evitar sacar la comparativa con aquella mítica secuencia de la niña del abrigo del mismo color de la peli ‘La lista de Schindler’), hasta mil y un elementos que van desde lo evidente ( la parafernalia de corte comunista y libertario, pancartas, banderas sindicalistas, etc), sangre, coches o infinidad de elementos cotidianos, hasta cosas menos evidentes como la propia tonalidad cálida en que se envuelve todo para sugerir un ambiente tórrido y asfixiante de las calles neoyorkinas.

El mismo ideario de diseño de la edición del volumen obedece igualmente a este mismo patrón de color: en rojo se nos presentan las portadillas interiores que separan los distintos capítulos de la obra, y rojo es el color de la tipografía de la portada, por poner dos ejemplos.

Otra grata sorpresa ha sido el magnífico tratamiento gráfico: desde la riqueza descriptiva (gracias a una más que laboriosa y evidente labor de documentación por parte de Seguí) hasta el uso del trazo, con viñetas que van desde el más exhaustivo detalle lineal (escenas urbanas) hasta detalles puramente más expresivos (como la viñeta del interior de la cueva, que es pura plasticidad cruda, casi como si fuera un esbozo suelto y esquemático).

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Igualmente, el uso de la textura del coloreado por medio de trazo grueso, de grano marcado, nos evoca una idea de imágenes muy vivas, muy orgánicas y expresivas, sugerentes, con mucho movimiento, que va en la línea de otros grandes maestros patrios en esto del uso brillante del color, como el gran Miguelantxo Prado, o del otro lado de la frontera, como Blain o Blutch. Eso sí, en riguroso digital.

Y respecto a la última gran sorpresa, está en el magistral giro final: una brillante vuelta de tuerca para plantarnos un desenlace que resulta alejarse de lo que previsiblemente teníamos en la cabeza. Además, es interesante, en segundas lecturas, cómo puedes ir captando ya desde el principio pequeños detalles e indicios de que, efectivamente, la cosa iba a ir por esos derroteros.

Por todas estas cosas, y por más, ‘Las serpientes ciegas’ fue la obra galardonada con el Premio al Mejor Guión y al Mejor Autor en el XV Saló internacional del Cómic de Barcelona, y recibió además el Premio Nacional de Cómic en el año 2009. En mi opinión, y tras esta sorprendente lectura, he de decir que muy merecidamente.

Diría, con mi modesto atrevimiento, que este cómic, sin duda, merece estar por derecho propio resplandeciendo en un puesto en la misma mesa de las grandes obras de nuestro cómic patrio.